lunes, 11 de enero de 2010

Libertad: Ley, Razón y Verdad

San Agustín nos brinda una paradojal concepción de "libertad", la cual, no obstante, puede resultar iluminadora para nuestro tiempo, pues nos ayuda a redescubrir la estrecha relación que existe entre libertad y verdad.
Nuestra propuesta es acompañar al Obispo de Hipona en su itinerario del De libero arbitrio, el cual intentamos sintetizar en el título de esta ponencia: "Libertad: Ley, Razón y Verdad". Por tanto, dividiremos nuestra exposición en cuatro momentos.
Ley
El diálogo se abre con una dificultad planteada por Evodius: ¿cuál es el origen del mal moral? (Cf. De lib. arb. I, I, 1, p. 249; I, II, 4, p. 253). Parecería que Dios fuera el último responsable, ya que Él fue quien creó a los hombres libres, otorgándoles el poder de obrar bien o mal. No es extraño que Agustín haya escogido este tema antimaniqueo, que tanto lo atormentó desde su juventud. En efecto, el joven Agustín adhirió a esta secta por casi diez años, hasta que, a los veintinueve años, se convierte al catolicismo y recibe el bautismo en el 387. En ese mismo año, inspirándose en una discusión que tuvo con sus amigos, entre ellos Evodius, durante su segunda estadía en Roma, Agustín comienza la redacción del primer libro del De libero arbitrio.
En el marco de esta búsqueda del responsable último del mal moral, surge la cuestión de la libertad. ¿Debió Dios habernos creado sin libertad, sin el poder de elegir entre bien y mal? (Cf. De lib. arb. II, II, 4, p. 313). De ningún modo, pues la libertad es un bien para el hombre, sin el cual carecería de algo útil y valioso (Cf. De lib. arb. II, XVIII, 47-48, p. 389-391). No se trata, sin embargo, de un bien absoluto (Cf. De lib. arb. II, XIX, 50-53, p. 393-397). El hombre puede abusar de él, es decir, darle un uso contrario para el cual Dios nos lo ha otorgado. Dios nos ha dotado de libertad para que pudiéramos elegir el bien libremente y, así, llegar a la verdadera bienaventuranza (Cf. De lib. arb. II, I, 1-3, p. 309-311). Todos los hombres desean alcanzar ante todo una vida feliz (beata vita) (Cf. De lib. arb. I, XIV, 30, p. 297). Pero, si todos desean la felicidad, ¿por qué no todos la alcanzan? Puesto que "no quieren lo que le es inseparable y sin lo cual (...) nadie lo consigue, a saber, el vivir según razón" (De lib. arb. I, XIV, 30, p. 297) o, lo que es lo mismo, el "vivir rectamente" (De lib. arb. I, XIV, 30, p. 298). Tales personas son felices porque aman algo eterno, inmutable, que no pueden perder contra su voluntad: la vida recta y virtuosa. En cambio, quienes buscan los bienes temporales por sobre el bien eterno de la vida recta (riquezas, honores, placeres) no conseguirán ser felices, pues tales bienes pueden no conseguirlos aunque los deseen o, en caso de poseerlos, pueden perderlos contra su voluntad (Cf. De lib. arb. I, XV, 31, p. 299).
Con estas palabras define Agustín la felicidad: "el vivir dichosamente consiste en (...) el goce de los bienes verdaderos y estables" (De lib. arb. I, XIII, 29, p. 295-297). Amar los bienes eternos por sobre los temporales equivale a vivir rectamente o en consonancia con la ley eterna: "aquellos a quienes el amor de las cosas eternas hace felices viven (...) según los dictados de la ley eterna, mientras que los infelices viven sometidos al yugo de la ley temporal" (De lib. arb. I, XV, 32, p. 301). En efecto, "los que viven según la ley temporal, no pueden, sin embargo, quedar libres de la ley eterna, de la cual (...) procede todo lo que es justo" (De lib. arb. I, XV, 31, p. 301). Más importante todavía, esta ley temporal contingente, por ser promulgada por hombres limitados, sujetos al tiempo, se haya fundada por la ley eterna (Cf. De lib. arb. I, VII, 16-17).
La ley eterna establece un orden: lo más digno debe gobernar a lo inferior. En palabras de Agustín: "no hay (...) orden, allí donde lo más digno se halla subordinado a lo menos digno" (De lib. arb. I, VIII, 18, p. 277). El hombre mismo es quien escoge su felicidad o infelicidad al momento de optar entre respetar (o no) el orden marcado por esta ley, la cual nadie puede alegar desconocer pues, según el filósofo, se haya impresa en el corazón de todo hombre.
Razón
La razón es, para Agustín, lo que distingue al hombre de los animales (Cf. De lib. arb. II, III, 7, p. 319-320). Aún más, es lo superior en el hombre (Cf. De lib. arb. II, VI, 13-14, p. 333-335). Por tanto, un hombre ordenado será sólo aquel en quien gobierne lo superior, su razón: "cuando la razón, mente o espíritu gobierna los movimientos irracionales del alma, entonces, y sólo entonces, es cuando se puede decir que domina en el hombre lo que debe dominar, y domina en virtud de aquella ley que dijimos que era la ley eterna" (De lib. arb. I, VIII, 18, p. 277). Ahora bien, podríamos preguntarnos si existe algo superior a la mens. Evidentemente todos los seres creados quedan descartados, pues recién acabamos de ver que la razón era el ser más perfecto de la creación. Sólo Dios, debido a su ser inmutable (Cf. De lib. arb. II, VIII, 20-24, p. 343-351; II, XVII, 45, p. 385-387; III, VIII, 23, p. 441), eterno y, por ende, increado, será superior a la mens del hombre (Cf. De lib. arb. II, XII, 33-34, p. 367-369).
¿Qué es eso útil y valioso que el libre albedrío nos confiere? Sin una voluntad libre, no seríamos capaces de llevar una vida recta y ordenada, pues, para ser gobernados por la razón, debemos antes contar con una "buena voluntad", esto es, "la voluntad por la que deseamos vivir recta y honestamente y llegar a la suma sabiduría" (De lib. arb. I, XII, 25, p. 289). ¿Y cómo obtenemos una buena voluntad? El requisito para conseguirla es, precisamente, poseer una voluntad libre, pues la alcanzamos en el momento en que preferimos el bien libremente. Voluntad, libre albedrío, poder de elección entre bien y mal: este es el primer significado de "libertad".
Verdad
Por consiguiente, nos encontramos ante una nueva dificultad: si libertad es sinónimo de voluntad, poder de elección entre bien y mal, Dios carecería de esta perfección: Él no puede más que obrar el bien.
Agustín hace reflexionar, entonces, a su interlocutor acerca del significado metafísico del mal moral: todo mal implica un no-ser, una privación (Cf. De lib. arb. II, XX, 54, p. 399). Por lo tanto, que el ser de Dios excluya, incluso, hasta la misma posibilidad de obrar mal no es una carencia. Todo lo contrario, esto manifiesta su perfección y superioridad con respecto a nosotros, hombres imperfectos, pues podemos escoger el mal y, así, sufrir una pérdida en nuestro ser.
Comprendemos, entonces, por qué, para Agustín, sólo es bienaventurado el hombre que lleva una vida recta, respetando el orden fijado por la ley eterna de la razón. Aún más: sólo es bienaventurado el sabio y, sólo el sabio es bienaventurado (Cf. De lib. arb. II, IX, 26, p. 353). ¿Quién es sabio? Quien posee el poder de obrar siempre el bien, es decir, en primer lugar Dios, que es la Verdad, y, luego, el hombre, que busca aprehender esa Verdad con todas sus fuerzas: "Una cosa es ser racional y otra ser sabio. La razón hace al hombre capaz de preceptos, a los que debe someterse, tan fielmente que cumpla lo que se le manda. Así como la razón conduce a la inteligencia de los preceptos, así con la observancia de los preceptos se alcanza la sabiduría" (De lib. arb. III, XXIV, 72, p. 513).
Agustín nos pone frente a una paradojal definición de libertad: "En esto consiste (...) nuestra libertad, en someternos a esta verdad suprema" (De lib. arb. II, XIII, 37, p. 373). Este sometimiento no anula, en consecuencia, nuestra voluntad, sino que la presupone. Si no contáramos con libre albedrío, no podríamos ni elegir el bien voluntariamente, ni someternos con mérito a la Verdad.
Lo que al comienzo podía parecernos un obstáculo se torna, ahora, en condición imprescindible para la consecución de la auténtica libertad. La libertad como libre albedrío alcanza su perfección y su máximo grado ontológico, al someterse a la Verdad. Esta obediencia perfecciona nuestra voluntad, hasta el extremo de posibilitarle trascenderse a sí misma y conducirla, así, a la unión con la Verdad.
Libertad
Comparemos, por último, estos dos sentidos de "libertad" presentes en Agustín. La libertad como libre albedrío es universal: todos los hombres cuentan con este poder de elección entre bien y mal; es un hecho inamovible, ya que, sea la que fuere nuestra elección, continuaremos contando con este poder. Sin embargo, la libertad de la buena voluntad sólo es alcanzada por unos pocos, los sabios, aunque todos poseamos lo necesario para llegar a esta libertad: libre albedrío y razón. Por otra parte, esta libertad no es estática, sino dinámica. La voluntad la consigue gradualmente, a medida que se acerca a la Verdad y abandona, al mismo tiempo, todo mal, todo no-ser.
He aquí el auténtico significado de "libertad" para Agustín: humildad, reconocimiento de la propia condición metafísica. Somos creaturas, recibimos nuestro ser, somos finitos y contingentes, nuestra voluntad es aún imperfecta. Pretender vivir como seres autónomos, autosuficientes, sólo nos conduciría a la infelicidad, a la esclavitud. Esto es lo que ocurre a quienes confunden libertad con dominio de todos, sin someterse a nada ni a nadie. Agustín nos previene contra esta falsa definición de libertad colocándola junto a los restantes bienes temporales, que nunca lograrán saciar nuestro deseo de felicidad (Cf. De lib. arb. I, XV, 32, p. 301).
La Verdad: ella es quien nos regala la plena libertad y bienaventuranza. Agustín nos recuerda la siguiente cita de San Juan: "Si fuereis fieles en guardar mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (De lib. arb. II, XIII, 37, p. 373). No puede definirse la libertad sin su último fundamento, la Verdad; pues libertad es, en última instancia, obediencia a la Verdad, reconocimiento de la propia condición, humildad.
Así, Agustín nos invita a recorrer, con nuestra voluntad y razón, un camino filosófico y místico a la vez, cuya meta final consistirá en la unión con la Verdad, la auténtica libertad. Esta vocación, que todo hombre está llamado a corresponder, nos descubre un aspecto esencial de nuestra identidad: el hombre es el ser capaz de buscar y permanecer en la Verdad.
Alexia Schmitt

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