domingo, 13 de noviembre de 2011

Domingo XXXIII Tiempo Ordinario

“Tener talento” es, entre nosotros, una frecuente expresión popular, en la que el término “talento” llega a equipararse con la propia inteligencia. De hecho, en otros países de habla española, una persona inteligente o brillante suele ser designada como una persona “talentosa”.
Un talento equivalía a 6000 denarios, una cantidad muy importante, si tenemos en cuenta que un denario correspondía al jornal de un día de trabajo. Las cifras de que habla la parábola son, en cualquier caso, considerables. Y ello nos aporta ya una primera clave, que conviene no olvidar.
El don es abundante. El dador –como había puesto de relieve la parábola del sembrador- se caracteriza por el exceso y el derroche.
Frente a ese exceso de don, resulta todavía más mezquina la actitud del tercer empleado que, llevado por el miedo, esconde lo recibido.

Pero, antes de adentrarnos en el contenido de la parábola, me parece necesario advertir que se trata de un texto susceptible de alimentar justamente la actitud opuesta a la que Jesús preconizaba.
Leído en clave “religiosa” –y, en general, del yo-, pareciera que la narración es una apología de la idea del mérito y de la recompensa. Así hemos funcionado, con frecuencia, en la vida religiosa, también en la Iglesia.
El esquema básico se apoyaba en tres pilares: DON – EXIGENCIAS – RECOMPENSA. Este modo de plantear la relación entre Dios y el ser humano se derivaba de los pactos que los reyes solían hacer con sus vasallos. (No es extraño que la propia parábola se haya leído de esta forma: el rey da los talentos – les exige que los hagan fructificar – y recompensa a quien lo logra, mientras que castiga a quien fracasa).
Se aprecia fácilmente que ese esquema establece una relación mercantil. Y hoy también somos más conscientes de que una religiosidad establecida en clave de rivalidad –“do ut des”: “te doy para que me des”- no puede generar sino culpabilidad, rebeldía o resentimiento…
Por otro lado, esa manera de vivir la religión ha conducido a desviaciones graves como la autojustificación beata o la angustia culpabilizadora, donde el sujeto religioso llegaba a tener la sensación de haber sido encerrado por Dios mismo en un chantaje afectivo de imposible salida.

Personalmente, estoy convencido de que el mensaje y la propia práctica de Jesús constituyen un poderoso desactivador de tales posibles desviaciones, porque echan por tierra el esquema mismo.
No es el mérito, sino la gratuidad, lo que constituye el núcleo del mensaje de Jesús. Todo es don, Dios mismo es Gracia que rompe nuestras supuestas barreras de méritos y de “dignidad”.

¿Cómo leer entonces esta parábola? ¿No está insistiendo explícitamente en la obligatoriedad de “hacer producir” el don recibido para eludir la condena final?
Me parece que, para evitar, en lo posible, errores de lectura, es importante reconocer, de entrada, la limitación de los conceptos y de las palabras, así como su dependencia del contexto inmediato en el que se dicen.
Junto a ello, al acercarnos a un texto evangélico, no podemos olvidar nunca los elementos nucleares y característicos del propio evangelio. De otro modo corremos el riesgo de interpretar una perícopa determinada en contradicción con el evangelio en su conjunto.
En lo que se refiere a nuestro caso, lo que la parábola pretenda transmitir no puede ir nunca en contra de algo que para Jesús era prioritario: la gratuidad misericordiosa de Dios.
Un Dios “que ama a los ingratos y a los malos” (Lucas 6,35), que abraza al “hijo pródigo” y organiza una fiesta para él, sin ningún tipo de condición (Lucas 15,20-24), que es “amigo de publicanos y de pecadores” (Mateo 11,19)…, no puede luego “pasar cuentas” para admitir con él únicamente a quien ha “cumplido” y hecho suficientes méritos. Así pensaban los fariseos, no Jesús.
¿Qué significa esto? Que la “parábola de los talentos” no tiene por finalidad decirnos cómo es Dios –a diferencia, por ejemplo, de aquella otra del “hijo pródigo”-, sino que su objetivo es animarnos a despertar de la modorra y a superar el miedo que nos mantiene paralizados. Y en este sentido, se trata realmente de una narración sabia y estimulante.

Los talentos –sean cinco, dos o uno; en cualquier caso, una riqueza fabulosa- representan la riqueza que somos, de la que generalmente apenas conocemos una mínima parte.
La parábola viene a decirnos: tienes una riqueza, eres un tesoro…, ¡no tengas miedo ni te “entierres” en la mediocridad o superficialidad! Atrévete a vivir todo lo que eres.
Nos negamos a vivir cada vez que nos reducimos al pequeño mundo de nuestro ego, encerrándonos en él y en sus mezquinos intereses, ignorando la verdad de quienes somos. Esta ignorancia hace que olvidemos la riqueza que somos y compartimos.
Sin embargo, en la medida en que nos vamos abriendo a nuestra verdad, experimentamos el “gozo de nuestro señor”, no como un “premio” o recompensa a los méritos del yo –esto sería fariseísmo-, sino porque nuestra verdad coincide con ese mismo gozo: uno y otra son la Plenitud anhelada.
Por el contrario, cuando nos encerramos en el ego, lo que ahí aparece es “llanto y rechinar de dientes”, es decir, sufrimiento inútil y desazón constante, que no son un “castigo” proveniente de un Dios airado o molesto con nuestro comportamiento, sino consecuencia directa de ignorar la verdad de quienes somos. No olvidemos que ego es sinónimo de ignorancia, confusión y sufrimiento.
El “llanto y el rechinar de dientes” son imágenes apocalípticas, usadas para expresar un malestar agudo: la desesperación de los “impíos”, cuando se ven excluidos de la salvación. Es una pena que, durante tanto tiempo, se hayan leído de un modo literalista, hasta el punto de crear, a partir de ellas, un “infierno” para después de la muerte, como lugar de los condenados por Dios.
El infierno lo provoca nuestra ignorancia. Pero lo que somos –como don- es gozo y plenitud.
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