Cuando la enésima crisis económica,
que castiga siempre a los más pobres,
nos dice que el capitalismo resulta definitivamente inviable;
cuando la recurrente crisis ecológica
nos hace conscientes del peligro
que se cierne sobre nuestro planeta;
cuando la injusticia social
ahonda la brecha entre personas y pueblos;
cuando las relaciones interpersonales se deterioran
y es difícil mantener el respeto y el amor a los otros;
cuando las religiones son incapaces de dar respuestas
o, peor aún, se convierten en amenaza para la convivencia…,
algo nos está diciendo
que necesitamos cambiar nuestra mirada.
Porque los cambios transformadores no llegarán de fuera,
ni de políticas sociales
-por más que sean imprescindibles-,
ni de compromisos voluntaristas
-aunque el compromiso vendrá-,
sino de una transformación de la conciencia,
de un nuevo modo de percibirnos y de percibir,
de descubrir quienes somos,
en la gran Red de lo que Es…,
cuando podamos cambiar nuestra mirada.
La mirada es un reflejo de la Conciencia,
del “lugar” donde estamos situados
y de la mayor o menor capacidad y amplitud
para permitir que aquélla nos ilumine.
A más ego,
a mayor identificación con la mente,
más bloqueo de la luz;
a más pensamiento, menos Conciencia
y más reductora y pobre nuestra mirada.
Hijos de nuestra historia
y del propio proceso evolutivo,
venimos de una identificación completa con el “yo”;
hasta el punto de definirnos como “animales racionales”,
haciendo de la mente nuestra identidad más elevada.
Sin embargo, la mente no puede sino separar,
fracturar, dividir, aislar,
a partir de su propia naturaleza dualista.
Emergida como un inmenso logro de la evolución,
quedó atrapada en su orgullo
-la “diosa Razón”-,
se erigió en juez y árbitro supremo,
conduciéndonos a callejones sin salida,
para acabar distorsionando nuestra mirada.
La del yo –la de la mente-
es una mirada dual
que se pierde en sus análisis
y se revela incapaz de captar
el núcleo último de lo Real.
Por eso mismo,
nos entretiene y despista,
nos empequeñece y reduce,
nos oprime y nos aísla.
El yo sólo sabe de apego,
víctima de un deseo insaciable,
origen de todo sufrimiento
y, en último término,
causa de la ignorancia
que vela nuestra mirada.
Lo que propugnamos, sin embargo,
no es un retorno ingenuo a lo pre-mental,
un regreso retrorromántico a lo prerracional
-como ocurre en ciertas corrientes de la Nueva Era-,
en un viaje ilusorio a ninguna parte.
Asumimos nuestro pasado,
arcaico, mágico, mítico y racional,
lo valoramos y agradecemos,
pero no echamos de menos su mirada.
Nos hallamos en un punto de inflexión,
en el que, agotado el modelo mental
-y el yo, sustentado sobre él
y por él posibilitado-,
ha emergido en nosotros la capacidad inédita
de observar la propia mente:
así, al poder desidentificarnos de ella,
empezamos a verla como un “objeto”
-un “objeto mental” es también el propio “yo”-
y empezamos a percibirnos capaces de trascenderla:
indudablemente, está naciendo una nueva mirada.
Es cierto:
todavía habremos de seguir integrando el yo,
necesitado de un trabajo psicológico
que, sobre las bases de la lucidez y de la humildad,
y gracias a una mirada amorosa,
favorezca su unificación y armonía.
La misma evolución nos dice
que no se dan saltos en el vacío,
por lo que, aun reconocido el carácter ilusorio del yo,
es necesario integrarlo para trascenderlo,
si no queremos seguir siendo esclavos de su miope mirada.
Aceptado, agradecido e integrado;
acallada la mente
en un silenciamiento que la trasciende,
fruto de ser sencillamente observada,
emerge, serena y silenciosa,
gozosa y ecuánime,
la Identidad que observa:
Porque no somos nunca lo observado,
sino el Testigo
de donde nace una nueva mirada.
Al observar la mente,
desde la distancia,
“salimos” de ella.
Y, al salir,
liberándonos de la tiranía del pensamiento,
percibimos que se ha creado un “Espacio”
en torno a ella.
Espacio que, siendo libertad y descanso,
es, en último término,
nuestra más profunda Identidad.
Espacio que es pura Presencia consciente,
Presencia que compartimos todos los seres,
lo Mismo que somos,
aunque no seamos “iguales”.
Espacio y Presencia
donde se genera una nueva mirada.
Ese Espacio es Conciencia,
donde está la mente,
siendo mucho más que mente;
es Presencia,
donde el yo ha perdido su carácter
de identidad última y definitiva;
es Océano,
en el que las olas surgen,
porque es el Agua
sustancia común de uno y otras.
Y del mismo modo que el Agua
no ve la realidad como la ven las olas,
de la Presencia que somos,
de la Conciencia-sin-pensamientos
brota una nueva mirada.
A esa mirada,
que no divide, juzga ni separa,
a falta de otro término mejor,
la llamamos “transpersonal”;
sencillamente, porque trasciende el yo,
desvelándonos la Identidad compartida,
en la que “todo está bien”,
porque todo es un fluir y desplegarse,
manifestarse y expresarse,
del Misterio último que Es y Somos,
Misterio que nos regala su propia mirada.
Se está operando así en nosotros
la ampliación o transformación de la conciencia,
desde la que,
modificándose nuestra propia capacidad de percibir,
todo es visto de un modo nuevo:
nuestra identidad,
la realidad de los otros,
el valor de las cosas,
el objeto y sentido de nuestra existencia,
las relaciones interpersonales, sociales y políticas,
la economía, la ecología, la cultura, la política y la religión…
Sobre todo ello cae una nueva mirada.
La misma Realidad
que las religiones, desde el nivel mental,
han llamado “Dios”,
así como los textos sagrados:
mapas maravillosos que leen nuestra búsqueda
y apuntan –aun sin saberlo conscientemente-
a nuestra última Identidad.
“Dios” mismo,
llamado “Tú”, “Él” o “Yo”
-no importan tanto nuestra etiquetas mentales-,
se hace presente en toda su Belleza y Amor,
no como un “individuo” separado,
intervencionista y arbitrario,
sino como lo Real mismo,
en la Presencia Una que compartimos:
la Suya es nuestra mirada.
Favorecemos así que esta nueva Conciencia nos “ocupe”,
“habituándonos” a ella,
y que se expanda, más y más,
generando en el universo entero
un nuevo modo de ver,
del que surja un nuevo modo de obrar,
nacido, no de la mera voluntad,
sino de la Comprensión de lo que somos.
Un modo nuevo,
una nueva mirada,
que se plasme
en la economía y en la política,
en la ecología y en la sociedad,
en la cultura y en la religión.
Favorecer la transformación de la conciencia
es, por eso, un inmenso acto de amor.
Meditar se convierte en una forma de vivir,
una forma de ser
-venir al presente, atender a lo que acontece, acallar la mente-,
vivida como amor, bondad y compasión,
que franquea la puerta hacia la Plenitud,
otorgándonos la mirada transpersonal,
la mirada más ajustada.
En este reto estamos,
éste es nuestro desafío
y lo más característico de la “nueva conciencia”:
la capacidad de trascender el pensamiento,
descubriendo en nosotros un “espacio”
anterior al pensamiento
e infinitamente más vasto que él:
no soy el yo que piensa,
sino la conciencia que está detrás
y es consciente de ellos:
la Conciencia es el sujeto de la mirada transpersonal.
La mirada transpersonal
no nace de la mente,
sino de la Conciencia;
no surge del pensamiento,
sino de la Presencia;
no brota del ego,
sino de la Identidad compartida
en la que nos descubrimos que,
sin ser iguales,
somos lo mismo:
el Ser del que todo está “hecho”.
La mirada transpersonal
es desapropiada,
porque no hay un ego que persiga la apropiación;
y, por ello mismo, des-interesada,
porque no hay un ego que busque su interés;
es, en una palabra,
desegocentrada, es decir,
espaciosa, abierta y admirada,
inocente, gozosa y esperanzada,
ecuánime y no-juzgadora,
serena y creadora de espacios de libertad.
La mirada transpersonal
es transmental:
requiere haber tomado distancia de la mente,
de sus pre-juicios y etiquetas,
de su afán controlador
y de sus pretensiones de tener razón.
Es una mirada
únicamente posible en el silenciamiento mental,
en la insondable profundidad del “aquí y ahora”,
en la Belleza inigualable del momento Presente
cuando, acallada la mente,
emerge y se desvela la Plenitud que siempre Es.
La mirada transpersonal
es no-dual,
como el propio Presente integrador:
no puede ver algo, sin ver Todo;
ni aprecia la diferencia, sin percibir la Unidad
que en toda ella late.
Sin negar la omnipresente polaridad,
sabe ver, más allá de ella,
el Misterio que todo lo abraza,
en el que descansa
y desde el que vive.
Por eso mismo,
porque en todo ve el Todo,
la mirada transpersonal
es siempre una mirada compasiva:
en una Compasión genuina,
que no nace de la voluntad,
sino de la Comprensión.
La mirada transpersonal
“es paciente y bondadosa;
no tiene envidia,
ni orgullo, ni jactancia.
No es grosera ni egoísta;
no se irrita ni lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia,
sino que encuentra su alegría en la verdad.
Todo lo excusa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo aguanta”,
igual que el Amor
(Primera Carta a los Corintios 13,4-7).
Indudablemente,
la mirada transpersonal es…
la mirada de Dios.
Y, gracias a ella,
descubrimos también que,
aun en medio de todas las dificultades,
problemas, conflictos y oscuridades,
todo el Universo,
el Misterio último de lo Real,
Dios mismo
-si os gusta ese nombre-
está inspirando y conspirando
a nuestro favor para que,
como el gusano de seda
que cree morir en la oscuridad de su caparazón,
podamos ser transformados
en la mariposa libre y luminosa
que, de fondo, somos.
La mirada transpersonal
sabe y nos capacita
para que, muriendo al “gusano” del ego,
gracias a la Comprensión,
pueda nacer y expresarse
la “mariposa” que somos,
en la Plenitud del Presente,
en el que se nos revela
nuestra identidad más profunda,
la Identidad compartida,
en la Unidad-sin-costuras de lo Real.
La mirada transpersonal
sabe ver las crisis como oportunidad,
el dolor como maestro,
el fracaso como “lugar” de desapropiación.
Porque no olvida que
“cuando el corazón (ego) llora por lo que ha perdido,
el espíritu ríe por lo que ha encontrado”.
Conoce la riqueza que encierra el Silencio,
matriz fecunda
donde se fragua, pacientemente, la transformación.
Y acoge todo lo que llega,
dándole la bienvenida,
como al huésped más esperado,
aunque su llegada descoloque al yo.
El cambio duele y nos resistimos a él
porque, como le pasa al gusano,
no sabemos que nos vamos a transformar
en un nuevo ser.
Por eso seguimos aferrados a las viejas estructuras egoicas
que, aunque caducas y estériles,
parecen aportarnos seguridad.
Desde la mirada del yo
-de la mente dual-
no lograremos trascenderlas.
Sólo el silenciamiento mental,
al venir al presente,
nos da la mirada adecuada,
que nos permite
sospechar…, intuir…, vislumbrar…
y empezar a saborear
-no se sabe hasta que no se saborea,
no se conoce hasta que no se es-
el Misterio inefable
que a la mente se le escapa
y que se nos hace patente…
en la mirada transpersonal.
Enrique Martínez Lozano,
Sabiduría para despertar.
Una lectura transpersonal del evangelio de Marcos,
Desclée de Brouwer, Bilbao 2011, pp. 387-399.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario