Compadecer es padecer con otro; pero no se puede padecer con otro si antes no se ha padecido solo.
Comprender es aprender con otro; pero eso requiere que antes hayamos aprendido nosotros solos.
Por eso, no debes juzgar que está perdiendo el tiempo ni los esfuerzos cuando estás sufriendo solo; te estás capacitando para sufrir con los demás.
Quien sabe sufrir, sabe hacer sufrir menos; quien sabe llorar, sabe comprender mejor a los que lloran.
A veces se sufre más de lo que Dios quiere, o porque se sufre como Dios no quiere, o porque no se sufre con los demás.
No se puede llegar a comprender lo que significa una lágrima si antes no se ha gustado su sabor salado rodando por las propias mejillas y llegando a los propios labios.
¡Qué cosa llamativa! Las lágrimas propias saber a salado; las lágrimas de los demás saben a dulce cuando se mezclan con las propias.
“Escucha mi súplica, oh Señor, presta oído a mi grito, no te hagas sordo a mis lágrimas, pues soy un forastero junto a ti, un huésped como todos mis padres” (Salmo 39). Dios siempre escucha nuestras súplicas, si es que éstas se hallan presentadas con la debida humildad y confianza en su bondad infinita.
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