A mí me parece que ser un ateo convencido es muy difícil. ¿O no? ¿Cómo se demuestra la no existencia de Dios? Es muy fácil negar lo que no se ve con los ojos de la cara, pero ¿y esas otros aspectos del ser humano que son inmateriales? El pensamiento, los sentimientos, las creencias, la fe humana… Uno puede caer en la trampa del ser ateo porque me conviene; por ejemplo para acallar mi conciencia: la conciencia también es algo supramaterial, el famoso gusanillo que se puede aplastar de un pisotón. Y la verdad es que se llega al ateísmo, con bastante esfuerzo (de dentro o de fuera) pero se llega. Pero vamos, creer que no hay Dios exige tanta o más fe que creer que Dios existe. De todas formas hay que ser respetuoso con el camino interior de cada alma, aunque no compartamos sus ideas; incluso ser amigos. ¿Por qué no? Pero es una verdadera lástima que, por ignorancia, haya muchos que se dicen ateos y son más bien unos ignorantes, que no saben que sólo con la razón se puede llegar a un conocimiento cierto de Dios, con argumentos analógicos, de causalidad o simplemente contemplando la naturaleza. Esto por decir algo ligero. Dejemos paso al algo extenso e interesante artículo del Profesor Trigo. Ofrece unas ideas, me atrevería a decir que sorprendentes para todos. Si se lee con buen ánimo, puede fijar en la cabeza ideas y situaciones para recomendar a esa amiga, a ese amigo (muy buen ateo) que tenemos en nuestro círculo familiar o social. (...)**********************************************************************************************************«Si tú me dices: muéstrame a tu Dios; yo te diré a mi vez: muéstrame tú al hombre que hay en ti y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven y si oyen los oídos de tu corazón» (S. Teófilo de Antioquía)Recientes acontecimientos que, en algunos casos no pasan de ser anécdotas con una corta fecha de caducidad, han puesto en el primer plano la cuestión de Dios. En un tiempo tan paradójicamente centrado en lo periférico, este interés por lo esencial resulta estimulante. Las preguntas, naturalmente, son: ¿Dios existe? ¿Cómo puedo tener una certeza fundada sobre la existencia de Dios? Quien se plantee estas preguntas debe evitar una tentación difícil de resistir en un mundo, como el nuestro, de respuestas inmediatas. Debe evitar la precipitación, el deseo de resolver la cuestión de un plumazo y sin más complicaciones. Como decía la famosa (y humorística) ley de Jenkinson que acompaña al principio de Murphy, «para toda cuestión difícil existe una respuesta fácil, rápida... y equivocada». Y cualquier persona sensata que se plantee honradamente la pregunta por Dios, no como ejercicio de agudeza mental, sabe que para acercarse a una respuesta necesita atención y examen, serenidad, sinceridad e interés.El Catecismo de la Iglesia Católica avisa de esto cuando afirma que la búsqueda de Dios «exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, `un corazón recto´, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios» (1). Cuando una persona busca a Dios, es necesario que se pregunte, antes de nada, por su implicación personal en dicha búsqueda, es decir, si está dispuesta a correr el riesgo de ser alcanzada por la verdad, porque ésta no se impone por sí misma, sino que requiere «un corazón recto» y una voluntad bien dispuesta. O dicho con otras palabras, la búsqueda de Dios no es ajena, más aún, depende esencialmente de esa cualidad específica del hombre que viene determinada por las virtudes morales.1. La influencia de la voluntad en el entendimientoEl hecho de que la tendencia a la búsqueda de la verdad sea propia del hombre en cuanto ser racional, no quiere decir que se realice exclusivamente con la razón. Si bien la persona conoce por medio de su entendimiento, quien conoce es la persona, y esta no solo posee entendimiento, sino también afectividad: voluntad, pasiones y sentimientos. Todas las facultades de la persona –cabeza y corazón- se relacionan de algún modo con la verdad. De ahí que el conocimiento intelectual implique problemas de moralidad (2).Cuando una verdad se presenta al entendimiento, entra en juego la voluntad, que puede amar esa verdad o rechazarla. Si la voluntad está bien dispuesta por las virtudes, la acepta como conveniente, e incluso puede mandar al entendimiento que la considere más a fondo, que busque otras verdades que la corroboren, y, por último, si es necesario, ordena la conducta de acuerdo con esa verdad. Por el contrario, si la voluntad está mal dispuesta, tiene mayor dificultad para aceptar la verdad y puede incluso rechazarla como odiosa. En efecto, una verdad particular puede resultar repulsiva cuando aceptarla impide a la persona gozar de algo que desea. «Es el caso de los que querrían no conocer la verdad de la fe para pecar libremente, a quienes el libro de Job hace decir: `No queremos la ciencia de tus caminos´» (3). Cuando esto sucede, es fácil que la voluntad incline al entendimiento a pensar en otra cosa, o a ver los aspectos negativos de la verdad que considera. El resultado es que la persona no «ve» la verdad porque no quiere verla. La importancia de las disposiciones de la voluntad para acceder a la verdad es tanto mayor cuanto más relevante sea para la persona la verdad en cuestión, como sucede con la verdad sobre la existencia de Dios. La proposición de esta verdad provoca en la persona que la escucha una actitud radicalmente distinta de la que puede suscitar, por ejemplo, una verdad matemática. La primera tiene una relación más íntima con la vida personal: la persona no permanece indiferente ante ella, se siente interpelada, y experimenta que le exige una respuesta. Pues bien, esta respuesta dependerá, en gran parte, de las disposiciones morales de la persona, es decir, de sus virtudes morales.La voluntad puede estar bien o mal dispuesta de modo pasajero, por una pasión; o de modo más estable, por una virtud o un vicio. En un momento de enfado, por ejemplo, la ira impide que se realice un juicio tan objetivo como el que se realizaría en un estado de serenidad. Esto sucede porque la pasión mueve a la voluntad a querer o a odiar algo, y si la voluntad se deja dominar por la pasión, ejerce su influencia sobre el entendimiento para que juzgue de un modo o de otro (4). Por eso, para ver la verdad es necesario hacer el silencio en las pasiones desordenadas. Si un desorden pasajero de la pasión nos impide ver la verdad, mucho más los vicios, que son cualidades permanentes de una voluntad esclava de las pasiones. Es verdad, como decía Lope en uno de sus innumerables dramas, «que los vicios ponen a los ojos vendas». Las virtudes, en cambio, dan a la voluntad el dominio sobre las pasiones, le proporcionan connaturalidad con el bien, una predisposición afectiva gracias a la cual la voluntad está pronta para amar el bien, y de ese modo influye positivamente sobre el entendimiento en su búsqueda de la verdad.Al mismo tiempo que se va cegando para ver la verdad, puede suceder que la persona trate de justificar con falsos razonamientos su opción por el rechazo de la existencia de Dios, adaptando así su pensamiento a su modo de vivir, pues experimentamos necesidad psicológica de coherencia entre el pensamiento y la vida.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario