La prensa nos presenta cada día a hombres y mujeres famosos. Personajes del hoy, esos que escriben la historia con opciones dramáticas y decisivas. Personajes del ayer, a los que recordamos en un aniversario o cuando llega la noticia de su muerte: “Fulanito, director de cine, murió con 93 años”. “Menganito, presidente del gobierno en la crisis X, acaba de dejarnos...” Gente importante: empresarios, militares, guerrilleros, pensadores, literatos, deportistas... Gente que ha sido conocida, de la que se ha hablado durante meses o años. Gente que ha dejado huella en la historia. Otros muchos, la inmensa mayoría, viven una vida sencilla, oculta, sin ninguna importancia aparente. Son oficinistas encerrados horas y horas en un despacho. Son obreros que ajustan piezas de coches en una fábrica. Son campesinos que miran al cielo en espera de lluvia mientras arrojan la semilla entre los surcos. Son padres y madres de familia que besan a sus hijos, los visten, los cuidan y les dan comida, medicinas y consejos. No aparecen en la prensa. No son protagonistas del cine. No ganan premios de fórmula uno o la copa mundial de fútbol. Sin embargo, tejen, con hilos finos, parte de la trama del mundo, pequeñas notas de esa vida hecha de mil colores, penas y alegrías. Sus corazones laten para lo ordinario, y con lo ordinario llenan de esperanza y de cariño la vida de millones de casas y chabolas en casi todos rincones de la tierra. Ante los ojos de Dios, ¿quién es importante? Tal vez ese político famoso resulte ser un mezquino y un egoísta, mientras el anciano que ayuda a limpiar la casa de sus nietos brilla con una luz intensa, azul y blanca, entre los ángeles que cantan y las estrellas que suspiran alegrías. A la luz del amor y de la entrega se ve quién es realmente grande, quién es “gente importante”. Es importante ese niño al que la policía aparta con violencia mientras pasa un futbolista famoso, porque todas las tardes dedica su tiempo a escuchar a su abuelita. Es importante ese enfermo que reza, con un rosario entre sus dedos hambrientos de justicia, para que el terrorismo y las guerras dejen de hacer llorar a miles de inocentes. Es importante ese señor o esa señora que cada noche, mientras la luna pasea por los cielos, se pone de rodillas, junto a los hijos, para rezar, en familia, una oración que conmueve el corazón de Dios: “Padre nuestro...” No vale la pena ser fuego de hojarasca o fulgor de pirotecnia. No sirve para nada tener un lugar en los manuales de historia, en las páginas de la prensa, y no haber dado amor a quien vivía a nuestro lado. Sólo importa darse a otros, ser fiel a la esposa o al esposo, dar cariño a los padres ancianos y a los hijos, al vecino y a ese enemigo que, quizá, necesita sentir el amor de Dios a través del perdón que le ofrece un corazón bueno.
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