sábado, 25 de febrero de 2012

COMENTARIO LITÚRGICO

No debe ser casual el hecho de que lo primero que hace el Espíritu con Jesús sea llevarlo al desierto. Y que, después de pasar por ahí, iniciara su actividad por los caminos de Galilea, una actividad marcada por la libertad y la compasión.
Tanto la libertad como la compasión se ven saboteadas solo por nuestros propios miedos y necesidades que, si no han sido saneados, se trabarán entre sí, dando lugar a complejos y sofisticados mecanismos de defensa que terminarán alejándonos de nuestra verdad profunda.
En realidad, no es que seamos libres y compasivos, sino que somos Libertad y Compasión, dos nombres más de nuestra verdadera identidad, la que trasciende los límites estrechos del yo –de nuestro psiquismo- y es, en realidad, universal y compartida.
Nuestro drama se produce cuando vivimos desconectados de esa Identidad profunda. Alienados de quienes somos, nos sentimos divididos, rotos, extraños a nosotros mismos. Y nuestras relaciones no son otra cosa que luchas de egos, más o menos crispados.
Nos desconectamos de nuestra verdadera identidad porque nos hemos identificado con nuestro yo individual, llevando nuestra identidad a la mente. Nos hemos reducido a una “idea” de nosotros mismos. Y una vez que nos hemos instalado en esa creencia, vivimos y reaccionamos como si fuéramos ese yo.
El yo –lo sabemos por experiencia- no puede sino girar en torno a sí mismo, de manera egocentrada. Y en función de ese su movimiento básico, percibirá a las personas, las cosas y los acontecimientos según su propio interés, colocándolas en dos grandes grupos: lo que es “bueno” para él, y lo que es “malo”, tratando de aferrase a lo primero y rechazar o alejarse de lo segundo.
Resulta fácil comprender que, a partir de ese planteamiento, tanto la libertad como la compasión se hacen imposibles, porque ambas requieren, como condición, una actitud desegocentrada. El yo es esclavo de sus miedos y de sus necesidades, los cuales, por otra parte, lo mantendrán encapsulado en el narcisismo.
“Ir al desierto” significa vivir el despojo del ego, la desidentificación de la falsa identidad (egoica) que habíamos asumido como propia, en un ejercicio constante y paciente de desapropiación. No por ningún tipo de voluntarismo, ni siquiera por una exigencia moral, sino porque hemos comprendido que nuestra identidad es realmente otra.
Cuando eso se comprende, la persona deja de buscarse como “yo” –y de vivirse como si lo fuera-, en la misma medida en que se va anclando en quien realmente es.
Lo que realmente somos no resulta fácil de expresar, porque es imposible de pensar. Porque lo que somos no es un objeto, y únicamente lo que es objeto puede ser pensado. El sujeto es el experimentador puro, quien observa y no puede ser observado. Por eso, solo podemos conocerlo cuando lo somos.
Cuando queremos expresarlo, tenemos que recurrir a metáforas. Así, decimos que somos el Experimentador que no puede ser delimitado, la Consciencia de ser –que nos acompaña siempre, lo único permanente en medio de toda la impermanencia, y a la que tenemos acceso de una manera directa-, la Presencia amorosa, el Espacio consciente…
En el silencio de la mente es cuando emerge, de manera evidente, nuestra verdadera identidad. Ahí salimos de la ignorancia y del sufrimiento y empezamos a vivir de una manera consciente y amorosa.
Pero se requiera pasar por el “desierto” o “noche oscura” para que pueda darse la transformación que, en cierto modo, es un re-nacimiento, no porque tengamos que “crear” una nueva identidad, sino porque, gracias a la experiencia del desierto, podemos empezar a reconocerla.

En el desierto aparecerán Satanás, “fieras” y “ángeles”: de una forma u otra se harán presentes todos nuestros “demonios interiores”, alternándose probablemente con “ángeles”, que nos proporcionen luz, consuelo y determinación para continuar.
Los “demonios” suelen tomar la forma de necesidades, miedos y defensas, que buscan sostener la identidad egoica, de una manera absoluta y beligerante. Los “ángeles” aparecen en forma de intuiciones que nos hacen, al menos, atisbar o vislumbrar el nivel profundo de la realidad.
La lucha, dependiendo de varios factores, puede ser más o menos larga. Pero lo cierto es que requiere tiempo. No se puede abreviar a voluntad la duración de la “noche”. Necesitamos acogerla, desde actitudes constructivas y, quizás, con ayuda adecuada, pero respetando su duración para que pueda germinar el fruto que, en su oscuridad, encierra y promete.

Solo entonces, cuando “se ha cumplido el plazo”, se nos regala experimentar que “el reino de Dios está cerca”, infinitamente más cerca de lo que hubiéramos podido imaginar. Tan cerca que ni siquiera hay espacio para un camino que nos llevara hasta él.
“El reino de Dios está dentro de vosotros”, dirá Jesús en otra ocasión (Lucas 17,21). No es “algo” que hayamos de perseguir; es lo que ya somos. Solo nos falta caer en la cuenta, reconocerlo… y vivirlo. Es la luz que nos traen la “noche” y el “desierto”.
Eso es la conversión o “meta-noia”: la capacidad de ver la realidad de otra manera, no desde el ego, sino desde nuestra verdadera identidad. Y ésa es, al mismo tiempo, la Buena Noticia.
Una vez más, todo es admirablemente coherente, todo encaja como en un puzzle armonioso, más allá de las aparentes separaciones e incluso distorsiones que introduce nuestra mente cuando nos identificamos con ella.
Y todo es un proceso creciente de consciencia, que busca conducirnos a un solo punto, a responder con verdad a la pregunta esencial: ¿quién soy yo?, ¿quiénes somos?
Es la pregunta esencial porque, en la medida en que conocemos quienes somos –siguiendo el siempre actual consejo del viejo oráculo de Delfos: “conócete a ti mismo”-, hallamos la respuesta para todo lo demás.

Al hilo del comentario, quiero terminarlo con versos de un poemario de Eugenia Domínguez, “La memoria del Mar”, que será publicado en breve, en la editorial Torremozas. Dicen así:

Somos el negativo
de una figura eterna,
anhelando esa luz que nos devuelva
el perfil esencial,
bajo un cielo fiel que nos bendiga,
nos haga aparecer.

……….

Si logro estar alerta, me descubro:
soy atención serena y sostenida,
soy la mirada fiel, soy el aliento
de una respiración que me respira,
devolviendo mi esencia al universo.
Si logro estar alerta Le descubro:
es todo para mí,
soy todo para Él.
Soy real en el centro de mi ausencia,
presencia Suya al fin
y para siempre.


www.enriquemartinezlozano.com

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